NUEVO PUEBLO PASCUAL

MANUEL PÉREZ TENDERO

El libro del Deuteronomio finaliza el bloque de la Ley con un proyecto utópico de sociedad justa, en la que todos los miembros del pueblo elegido se consideran hermanos y no existen pobres en la comunidad. El pueblo se convierte en protagonista de su destino, la ley se personaliza y todos se consideran responsables del futuro del pueblo elegido.

Muchos siglos después, en los albores del Nuevo Testamento, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos dice que ese ideal que Moisés marcó para su pueblo se cumple ahora en la Iglesia naciente, fruto de la victoria de Jesús sobre la muerte. Este pueblo, que recibe el mismo nombre que Israel en el desierto –asamblea, Iglesia–, vive la fraternidad y se esfuerza en la comunión de bienes, para que no existan pobres en su seno.

Jesús nos ha regalado la condición de hijos de Dios y, por ello, todos somos realmente hermanos. Esta fraternidad, que constituye la esencia del pueblo de Dios, tiene dos consecuencias visibles muy importantes. En primer lugar, el amor entre sus miembros, que se concreta en la comunión de bienes. La fraternidad acorta las diferencias económicas; en cambio, la prevalencia de lo económico rompe la fraternidad. La generosidad es un signo de fraternidad, una realización del amor concreto. Si se comparten cosas importantes, realidades humanas y espirituales, si compartimos un mismo Cuerpo en cada Eucaristía, ¿cómo no compartir lo que importa menos, el dinero y los bienes?

En todos los textos del Nuevo Testamento, desde los evangelios a las cartas de san Pablo y las cartas católicas, se insiste en la importancia de la filadelfía, del amor fraterno, como característica fundamental de la comunidad de los discípulos de Jesús. Cada generación debe revisar su vida para adecuarla a este mandato que el mismo Señor nos dejó en herencia.

En segundo lugar, la fraternidad del pueblo de Dios significa, en continuidad con el libro del Deuteronomio, que la responsabilidad fundamental del futuro de este pueblo no está en sus dirigentes, sino en todos sus miembros. Es lo que la Iglesia se esfuerza en vivir en estos momentos con la reflexión sobre la sinodalidad. No podemos esperar que «los de arriba» solucionen los problemas del pueblo de Dios; cada uno tiene su responsabilidad y sus funciones, pero si somos ante todo hijos de Dios y hermanos unos de otros, todos recibimos la dignidad y la responsabilidad de trabajar por la santidad de la Iglesia y su fidelidad al Evangelio.

Todos importan; es más, según las palabras de Jesús, recogidas por san Pablo, importan más los que menos importan a los ojos del mundo. Por eso, la Iglesia debe esforzarse siempre por cuidar a los más débiles y debe escuchar a los miembros que parecen tener menos voz: en ellos puede estar hablándonos Dios, quizá en su palabra están las claves del futuro de la Iglesia.

Con el mundo, nos hemos acostumbrado a escuchar a las personas importantes, a preferir la compañía de los que tienen influencias, a organizar nuestras relaciones desde los criterios de apariencia, posición social o cualidades humanas. «No será así entre vosotros» nos dejó dicho Jesús.

Una Iglesia fraterna, en la que se cuida a sus miembros más débiles y en la que todos se sienten implicados, es una Iglesia que da testimonio más claro de la resurrección de Jesús. Nuestra fraternidad es la trasparencia de su victoria.

Somos un pueblo nuevo, nacido a los pies de la cruz y a las puertas del sepulcro abierto; un pueblo pequeño de hermanos, que va transformando el mundo entero, desde dentro, en una sociedad más justa, más humana, más fraterna. La Iglesia debe ser la semilla del Reino, de una humanidad salvada, en la que todos llegan a ser hijos de Dios y hermanos que se aman y se cuidan entre sí.

El grano de trigo ha muerto para dar fruto: las puertas del Padre están definitivamente abiertas y la fraternidad es posible para todos.

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