
En algunos anuncios publicitarios la tentación aparece como un reclamo para incitarnos a consumir. «Caer en la tentación» sería algo, no solo deseable y apetitoso, sino bueno para la persona. Supongo que las empresas que realizan estos anuncios buscan, por encima de todo, nuestro bien, que seamos mejores y realicemos de una forma humana y duradera nuestros deseos de felicidad.
En la oración que muchos rezamos cada día, una de las peticiones, la penúltima, dice, en cambio: «No nos dejes caer en la tentación». Parece que lo que pedimos en la oración es lo contrario a lo que nos ofrecen los filántropos de la propaganda mediática. O, tal vez, existe una idea diferente de lo que es la tentación.
También Jesús de Nazaret, el fundador del cristianismo, tuvo experiencia de tentación; en el desierto, al comenzar su misión entre los hombres. Una de las tradiciones evangélicas nos dice que fueron tres.
En las tentaciones del desierto, el diablo no ofreció a Jesús el camino del mal: la tentación siempre tiene la apariencia de bien, ofrece algo que no puede dar.
Jesús acaba de ser bautizado: en el Jordán se ha revelado su condición de Hijo de Dios y su misión de inaugurar el Reino. La tentación llega después de esa experiencia. El diablo tienta a Jesús para que se manifieste como Hijo de Dios y para que realice su misión de una determinada manera.
Evitar el hambre y todo límite, utilizar el poder para cambiarlo todo desde arriba, buscar la notoriedad y la fama como manifestación de todo lo que uno es y vale: ahí está la tentación. Se trata de la forma de la misión, del estilo de vivir, de los medios con los que afrontamos las tareas de la vida. El milagro, el poder, la gloria.
También Adán y Eva fueron tentados: comer de un árbol apetecible, buscar ser como dioses para superar todos los límites. Al parecer, Dios nos miente en sus mandamientos, él pone límite a nuestros deseos de poseerlo todo: la desobediencia es atractiva y, además, nos hace ilimitados.
Poco duró el gusto de la manzana en el paladar del ser humano. No es Dios quien miente, sino el diablo. El ser humano es limitado y debe aprender a obedecer el bien; cuando elige otro camino, el horizonte es siempre la división y la muerte.
Jesús vino a reconstruir para el hombre el camino que Adán y Eva habían extraviado; vino a abrir las puertas de un Jardín que el pecado del ser humano había cerrado.
También el pueblo de Israel fue tentado en un desierto muy cercano al de Jesús. Durante cuarenta años, como Jesús en sus cuarenta días. Israel, como Adán y Eva, también cedió a la tentación; el fondo era el mismo: no fiarse de Dios, comer y beber, saciar de inmediato el hambre, volver atrás. Preferían ser esclavos en Egipto y comer bien que encontrar la libertad en medio del desierto.
Vencer la tentación es un signo de libertad. Caer en la tentación, en cambio, es regalar nuestra libertad –el regalo más grande del hombre– al dominio de Egipto o a las apetencias de nuestra inmediatez.
La libertad, la lucha contra la tentación, tiene que ver con el desarrollo de nuestra corteza prefrontal, tiene que ver con la humanización del ser humano y su dignidad frente a los animales.
La gran tentación del hombre, en el fondo, es querer tentar a Dios: si no respondes a nuestros apetitos no podemos fiarnos de ti. Pero no es Dios quien miente, sino el diablo. Porque no es el diablo quien nos ha creado y busca nuestro bien, no somos hijos suyos ni está en condiciones de prometernos ningún paraíso de felicidad. Sin mentira, la tentación sería siempre inocua, vacía.
Como Jesús de Nazaret, el recurso a la Palabra de Dios y nuestra relación amistosa con el Creador nos ayudará a vencer toda tentación y toda apariencia de bien. Este es el objetivo del tiempo de Cuaresma que ahora comenzamos. La verdad, siempre, nos hará libres.