
Es un monte redondeado, aislado en medio de la llanura; desde antiguo ha llamado la atención de sus habitantes y se convirtió en lugar de culto. Muy cerca de la depresión que forma el río Jordán, se sitúa el monte Tabor, en la llanura de Esdrelón, que separa las montañas de Galilea, al norte, de las colinas de Samaría, al sur.
Desde los primeros años del cristianismo, aquel monte singular fue identificado con el lugar en el que Jesús subió con tres discípulos para vivir la experiencia de la transfiguración.
Es un monte que ha vivido muchas batallas a sus pies y ha visto pasar a muchos ejércitos invasores. El sufrimiento no ha estado ajeno a aquellos paisajes serenos del este del Mediterráneo. Quizá buscaron a Dios allí sus habitantes para intentar exorcizar tanto sufrimiento y tanta muerte como la historia había ido sembrando en sus alrededores.
En los primeros años de nuestra era, el profeta de Nazaret dejaba atrás Galilea y se dirigía a Jerusalén para finalizar una misión que había comenzado entre praderas y multitudes y acabaría en la soledad de una cruz. La última etapa del ministerio se hacía cuesta arriba, no solo por la subida que suponía acercarse a las montañas de Judea. Era difícil para Jesús asumir la muerte como parte de su servicio a los hombres, como meta de una misión que recibía del Dios de los antepasados, de su Padre.
Tampoco era fácil para los discípulos aquel camino: ¿qué harían sin su Maestro? ¿Cómo comprender como voluntad de Dios el fracaso del Mesías?
La subida al monte Tabor significó un alivio en sus sufrimientos y una iluminación para el camino. Hubo luz y belleza que les hizo experimentar la fuerza de Dios y la seguridad del futuro. Hubo palabra divina que les afianzó en la senda recién inaugurada. Llegarían tiempos difíciles, pero la experiencia del Tabor les había dado esperanza y proyección de futuro. Más allá de la incertidumbre estaba Dios, que no abandonaría a su Hijo ni dejaría de llevar las riendas de una historia que él mismo había puesto en movimiento.
En los tiempos de Jesús y sus discípulos, en aquella subida a Jerusalén que ahora rememoramos en tiempo de Cuaresma, hubo descanso en el Tabor.
Ahora, cuando la Cuaresma nos invita a acercarnos con Jesús y los suyos a la ciudad santa en la fiesta de Pascua, necesitamos también el respiro de lo real, la esperanza ante el futuro. Necesitamos comprender la lógica de una historia que parece caminar en el caos, movida por poderes que nada tienen que ver con el Creador.
¿A qué monte subiremos para espantar nuestros miedos y abrir puertas más allá de la incertidumbre? ¿Seguirá estando esta historia en manos de Dios, o ha quedado abandonada en las garras de los poderosos? ¿Quién cuidará de los pequeños de la historia, de las víctimas y de cuantos han sido ya olvidados?
¿Dónde está el monte Tabor? ¿A dónde podremos subir para encontrar luz y escuchar una palabra verdadera que afiance el terreno que pisamos, que nos dé confianza?
En tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos invita a intensificar la oración. ¿No es esto la experiencia del Tabor? Rezar es subir a la atalaya de lo verdadero para atisbar el futuro y ver más allá de nuestros miedos.
Jesús de Nazaret, hoy como ayer, parece insignificante, abandonado, camino de la cruz. Le han vencido los fuertes de este mundo, lo han expulsado de la ciudad y han acabado con su voz.
Los discípulos, como antaño, hemos inaugurado una senda que pasa por la incomprensión y la oferta de la entrega de la vida.
Solo desde el Tabor pudieron los discípulos afrontar la experiencia de la subida a Jerusalén. Solo con la oración se puede comprender el sentido de esta nueva senda y este aparente fracaso del Mesías. Las personas orantes saben que el Siervo es pura luz, Dios entre nosotros que gobierna los tiempos desde abajo. Las personas orantes, con fe, saben distinguir la palabra de Dios y ven su voluntad en el misterio lo cotidiano.
Dios no deja de hablar y su Hijo no deja de regalarnos su luz: en medio del camino recibimos fuerzas para continuar la tarea y afrontar con esperanza todos los retos de la historia.
