A LOS PIES DEL REY

Está situada en la zona más alta de la región de Judea, al sur de Belén; fue la primera capital de un pequeño reino que David pudo fundar: la ciudad de Hebrón está ligada a los orígenes de Israel; allí se dirigieron las tribus de Jacob para pedirle a David que fuera su rey. Años atrás, los ancianos de las tribus, seguramente, no apreciaban mucho al hijo de Jesé, pero las circunstancias hicieron posible que David fuera el mejor candidato para gobernar todas las tribus de Israel; además, ¿no lo había elegido Dios a él, como el anciano Samuel había manifestado?

David fue elegido rey de Israel por Dios, cuando era un niño, pero también el pueblo y sus representantes lo eligieron y lo ungieron como rey para que dirigiera los destinos del pueblo elegido.

Siglos más tarde, un descendiente de David también fue ungido y, años después, fue coronado como rey. Jesús de Nazaret, en el río Jordán, fue ungido por un nuevo Samuel, Juan Bautista. Como David, después de ser conocido en toda la región, llegó la hora de su coronación regia.

Los ancianos de las tribus también se reunieron, pero ya no fue en Hebrón, sino en la misma Jerusalén, ciudad que David había convertido en capital. El pueblo también estaba presente.

Pero ni los ancianos ni el pueblo le piden a Jesús que sea su rey: lo rechazan en masa como profeta y como supuesto Mesías. Sus propios paisanos, los miembros de su pueblo, piden incluso la colaboración de las autoridades extranjeras y opresoras para acabar con este profeta que había pasado haciendo el bien en medio de las gentes.

Meses atrás, en las riberas del lago de Galilea, otras masas quisieron hacerlo rey porque se habían saciado de su palabra y de su pan. Jesús, a diferencia de David, se retiró: no había llegado la hora querida por Dios, no era aquella la manera en que el profeta de Nazaret se iba a convertir en rey.

Será en la ciudad santa y en un clima de absoluto rechazo. Las autoridades no lo querían, el pueblo, siempre volátil, había cambiado su opinión; incluso los amigos más cercanos lo habían abandonado.

En ese momento, en presencia de dos malhechores, unos soldados romanos le ponen la corona de rey y lo suben a un trono de madera a las afueras de la ciudad. Muriendo abandonado, insultado por todos, rechazado por su propio pueblo, Jesús de Nazaret se convierte en rey.

Parece todo una pantomima, una burla de la historia y del destino: así lo vivirían quienes estaban presentes en aquella ejecución regia.

¿Qué había salido mal? ¿En qué se equivocó Jesús? ¿Tal vez no se había entregado lo suficiente al pueblo? ¿Tal vez no supo mantener la compostura ante las autoridades? ¿Qué falló en su relación con sus discípulos? ¿Le faltó fuerza a su palabra y a sus obras, a su misma persona, en la hora definitiva? Parecía que incluso Dios se había apartado de aquel profeta en su momento final.

¡Qué diferente la suerte del Mesías en comparación con el rey David! ¿Qué habría pensado el hijo de Jesé si hubiera estado presente en la coronación de aquel descendiente suyo que venía a cumplir todas las promesas?

En Jesús, rechazado por todos, resplandece la elección absoluta de Dios y la fidelidad de su Ungido. No fue el pueblo, ni los discípulos, menos aún las autoridades, los que eligieron a Jesús. Jesús es el absolutamente enviado, que rompe todas nuestras expectativas: quizá por ello nos cuesta tanto aceptarlo.

Esta historia que todos conocemos, que está en el origen de nuestra religión cristiana, ¿sigue siendo significativa para los tiempos que hoy vivimos? ¿Han aceptado los creyentes el tipo de rey al que siguen? ¿Comprenden sus caminos y su estilo? Si hubiéramos estado allí, ¿a quiénes nos habríamos parecido? Autoridades religiosas que lo rechazan, autoridad política que lo condena, masa enardecida que lo insulta y golpea, soldados que lo maltratan y se burlan, discípulos que lo abandonan: ¿dónde estaríamos nosotros?

Hubo un malhechor arrepentido y un discípulo amado, junto a la madre, que estuvieron presentes; también, unas mujeres que miraban desde la distancia. Este Crucificado, que no se puede salvar a sí mismo, es proclamado a los cuatro vientos como rey del universo y salvador de todos.

Manuel Pérez Tendero

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