
Daniel, Wilson Maguiber, Luis Fernando, Andrés y Joseph Enrique: cinco jóvenes que vestían una túnica negra, con un corazón prendido en el pecho y una cruz grande sobre el cinturón, como una espada de antiguos caballeros que visten armas nuevas surgidas de Jerusalén hace dos mil años.
El viernes pasado tuve el privilegio de participar en la profesión religiosa de cinco nuevos pasionistas en Daimiel.
En numerosas ocasiones he podido visitar esa casa y he disfrutado paseando por sus jardines. En uno de los paseos, llamado de los Mártires, también hay un gran número de nombres: es la memoria de aquellos que dieron su vida por la fe hace ya casi cien años. Muchos de ellos, como nuestros protagonistas del viernes, eran novicios jóvenes, llenos de ilusión por seguir a Jesucristo. No sabían que iban a pasar directamente a compartir su cruz, sin haber pasado antes por la vida pública de predicaciones y servicio a los hermanos.
Los nombres de los mártires son todos españoles, los nombres de los nuevos novicios son todos americanos: han cambiado mucho las cosas en estos años. Una Iglesia de mártires se convierte en siembra de vida cristiana y nuevas vocaciones; pero, ¿cuánto dura el efecto del martirio? ¿Hasta dónde se extiende la fecundidad de la entrega? ¿Se han agotado ya en España los frutos de tantos mártires que dieron la vida entre nosotros hace bien poco? ¿O habrá que esperar, aún, un fruto a más largo plazo? Entre la siembra del otoño y los frutos del verano está el largo invierno que robustece raíces con el frío y las dificultades.
¿Tal vez los frutos están ahí, pero son de una naturaleza que nos es difícil vislumbrar?
La celebración del viernes fue un fruto sencillo y emotivo, no solo de la muerte de los mártires, sino de la entrega de tantos religiosos que han dado su vida, llena de limitaciones, por los demás. En el corazón de la celebración recordaba a personas que han pasado por este bendito convento y han tocado nuestras vidas con su sonrisa y sencillez, con su pasión y su trabajo. Recordaba a Carlos, a José Manuel, a los ancianos Basilio y Félix: nombres, también, llenos de contenido, rostros de personas que se han dado a la Iglesia y al mundo.
Me emocionaba pensar en ellos, sobre todo en los que conocí ancianos y ya nos han dejado: ellos no han podido ver estos frutos, y otros que vendrán, en sus nuevos hermanos pasionistas. Es posible que tampoco nosotros veamos los frutos de todo lo que intentamos sembrar con nuestro esfuerzo, a pesar de los cansancios, y nuestra entrega, a pesar de los pecados.
La entrega de cada nueva persona a Jesucristo es un signo claro de que la siembra siempre tiene frutos. Daimiel, toda la diócesis de Ciudad Real, ha sido bendecida con la presencia y el trabajo de estos religiosos que caminan entre nosotros como hermanos, como cristianos y profetas que nos recuerdan la pasión por Jesús, la pasión de Jesús. No sé si sabemos valorar su presencia, no sé si sabemos agradecer su testimonio. «Por sus frutos los conoceréis»: también se nos conocerá a nosotros por los frutos que damos en nuestras familias y comunidades; un signo de que sabemos valorar de veras, más allá de una admiración lejana, a estas personas que se consagran es que surgirán vocaciones entre nosotros. Es muy hermoso que haya comunidades de monjas en nuestros pueblos, que tengamos casas de espiritualidad cuidadas y acogedoras, pero dejarán de existir si no las alimentamos con nuevas vocaciones, con personas que se sigan entregando al servicio de los demás.
El mundo necesita nombres nuevos, personas libres y apasionadas que descubran la belleza del servicio y sepan escuchar la voz de Jesús de Nazaret: solo él tiene la fuerza necesaria para despertar nuestra comodidad y convertir nuestro cristianismo en seguimiento y entrega.
¡Felicidades a los nuevos pasionistas y ánimo a los futuros llamados!
Manuel Pérez Tendero