SABIOS Y FIELES

Aún se conservan muchas de las piedras del templo que Jesús pudo contemplar con sus discípulos; como ellos, también nosotros quedamos admirados al contemplarlas.            

También se pueden ver muchas de ellas por los suelos, tal como quedaron al ser destruido el templo por Tito en el año setenta de nuestra era.

Contemplando aquellas piedras, todavía colocadas y llenas de esplendor, Jesús habló a sus discípulos del futuro. El futuro final, pero también el futuro más cercano del tiempo intermedio. Los tonos apocalípticos de este discurso son bastante claros: terremotos, guerras, astros que caen o se apagan; pero también aparecen otros rasgos más cercanos y terribles: los discípulos serán perseguidos y odiados por todos por causa de Jesús.

¿Es esta una dimensión estructural del cristianismo? ¿Por qué ha de ser así?

Al hablar de estas perspectivas poco halagüeñas, Jesús habla también en positivo.         

Dice dos mensajes que son esperanzadores.

En primer lugar, pide a los discípulos que no se preparen el discurso cuando sean llevados a los tribunales, porque él les dará palabras y sabiduría a los que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario.

¿Ha cumplido Jesús su promesa? ¿Están sus discípulos cargados de sabiduría? ¿Suenan convincentes sus palabras? ¿Se puede considerar a los creyentes como los sabios discípulos del Maestro definitivo?

¿Abunda la sabiduría en la Iglesia? Las palabras que brotan de la fe –en catequesis, en las predicaciones, en medio del sufrimiento, en la incomprensión de la sociedad–, ¿están llenas de la sabiduría del Hijo de Dios? ¿Tienen hondura, capacidad para llegar a los corazones para transformarlos?

¿O pronunciamos palabras cargadas de tópicos, sin hondura sufrida, sin horizontes, teñidas de una religiosidad superficial, capaces de entretener a unos, pero incapaces de transformar la vida de nadie?

La segunda palabra positiva que Jesús propone es la salvación de aquellos que perseveran. La rutina y la persecución son dos grandes tentaciones que visitan nuestras convicciones y las ponen en duda. Es más fácil abandonar, es más sencillo dejarse llevar por la mayoría.

Es más, el sujeto que está educando la sociedad líquida en que vivimos, ¿será capaz de perseverar en alguna de sus empresas? Todo se financia, todo se cambia, todo se renueva o se reinicia: ¿quién será capaz de creer en la fidelidad y la perseverancia?

¿Qué pasará entonces con nuestra salvación? Si salvaremos nuestras almas con nuestra perseverancia, dice Jesús, ¿qué pasará si no perseveramos?

No podemos dejar de creer en el hombre y su búsqueda de sabiduría, su fortaleza y capacidad para sobreponerse a las más duras experiencias.

Tal vez sea esta la palabra más sabia y más convincente que Jesús ha puesto en nuestros labios: una vida en fidelidad, la perseverancia de nuestra espera a pesar de nuestro pecado y de las persecuciones e incomprensiones exteriores.

Cada domingo, la Iglesia nos invita a celebrar fielmente la Cena del Señor, por mandato suyo, en su memoria, como celebración y presencia de su resurrección. Ahí se educa la perseverancia del creyente; el ciclo de las semanas se redime y se reviste de eternidad; el individualismo de la sociedad y de la fe se superan en esta reunión real en que se canta unidos y se come en camino.

El misterio de la perseverancia se juega en lo más pequeño, en lo más cotidiano y concreto, en lo más cercano y sencillo. La fidelidad al domingo es el signo más claro de la fidelidad del creyente a su Señor. Ahí, en la Cena, aprendemos a no desesperar, a mantenernos firmes; ahí educamos lo mejor de nuestra humanidad y damos cabida a lo más sublime de la divinidad.

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