
El sentido más obvio de “tomar una copa” es el de salir con unos amigos para compartir un rato de conversación en torno a una bebida, normalmente alcohólica. En el mundo deportivo, en cambio, la copa es signo de victoria, de objetivos logrados y reconocimiento a nuestros esfuerzos; el número de copas conseguidas se suele convertir en una competición para decidir quién es el mejor.
Hace muchos años, también Jesús de Nazaret ofreció una copa a dos hermanos cuando iban subiendo a la ciudad de Jerusalén. De hecho, llegados ya a la ciudad santa, quien bebió la copa fue Jesús mismo y la ofreció también a todos sus acompañantes.
En aquella copa también había alcohol: el vino pascual de las cenas rituales. Y también hubo conversación entre amigos, en el ambiente festivo de la Pascua judía.
De alguna forma, también aquella copa era signo de meta conseguida, de objetivo logrado: bebiendo la copa, Jesús llevaba a término su carrera y cumplía hasta el final los objetivos de la misión que Dios le había encomendado.
Pero beber la copa, para el pastor bueno de Galilea, significaba entregar la vida, ser juzgado por las autoridades, soportar los desprecios de su propio pueblo y ser abandonado por sus discípulos. El vino nuevo que él había venido a ofrecer tenía el sabor amargo de la derrota y dejaba en manos de Dios todo posible éxito en la misión.
Santiago, con su hermano Juan, dijeron estar dispuestos a beber la copa de Jesús. No la bebieron al tiempo del Maestro: lo abandonaron, como todos; pero la bebieron después, gracias a la llamada del Resucitado que les hizo recuperar la esperanza y las fuerzas para el seguimiento.
Santiago fue el primero de los Doce en dar la vida por el Maestro: lo mandó ejecutar, en Jerusalén, el rey Herodes Agripa.
Antes de morir, según la tradición, Santiago pasó por España y comenzó a evangelizar esta tierra, en los confines de occidente. Sembró una semilla que aún perdura en las gentes de España y que, a lo largo de la historia, se ha hecho fecunda, con frutos en todos los rincones del orbe.
Desde siempre, los cristianos han visto en Santiago, no solo el fundador, sino el protector de la fe, aquel que ayuda a perseverar en el bien cuando aprieta el desconcierto y se desdibuja la esperanza.
¿Cuál es la tarea de Santiago, hijo del trueno, aquel que bebió la copa del Maestro, en estos tiempos que nos toca vivir? ¿Sigue protegiendo la fe que sembró? ¿Está atento para ayudar a los creyentes en los retos que la historia nos propone?
¿No estamos viviendo tiempos de derrota? ¿No están nuestros campos baldíos de semilla creyente? ¿Cómo seguir sembrando en terreno pedregoso, en medio de zarzas y espinos? ¿Cuánta semilla nos queda en el zurrón?
Tal vez, la respuesta está en la copa. Santiago también quería éxito y victoria con el Maestro, pero le ofrecieron un cáliz. Él sembró con ilusión la Palabra de vida, pero tuvo que morir por ella.
La copa sigue ahí, eucarísticamente ofrecida: el futuro del cristianismo pasa por beber la copa en el corazón de la Iglesia para entregar la vida en el corazón del mundo. Seguiremos reuniéndonos, como en tiempos de Santiago, para hacer memoria del Pastor que nos ha amado; seguiremos hablando en torno a la copa, seguiremos bebiendo la vida que en ella se nos ofrece; seguiremos aprendiendo a sembrar, para ser grano de trigo que se entrega y da fruto en medio de las contradicciones de la humanidad y los cansancios de los creyentes.
Mañana celebramos la festividad de Santiago, apóstol, discípulo, patrono de España y de algunos otros lugares del mundo: oportunidad adecuada para agradecer la fe que nos regalaron, revisar cómo la estamos viviendo y discernir cómo debemos sembrarla.
Manuel Pérez Tendero