
Una de las figuras más señeras del Adviento es Juan Bautista, a quien conocemos como el último de los profetas del Antiguo Testamento y el precursor más inmediato de la misión de Jesús de Nazaret.
Por eso es la clave del Adviento: se dedicó a preparar al pueblo para la llegada del Reino, para la espera del Mesías prometido.
¿Cómo educó este profeta al pueblo para esperar a su Mesías? La palabra clave que nos ha llegado de su predicación es la misma que en los antiguos profetas: «¡Convertíos!». Esa actitud de cambio de vida y conversión quedaba significada por el bautismo en las aguas del río Jordán. El agua implica limpieza, pero también es importante su significado de paso desde lo antiguo hacia lo novedoso, el comienzo de la estancia en la Tierra Prometida. Pasar el río es dejar atrás un tipo de vida para comenzar algo nuevo.
En el fondo, también pertenece al mensaje de Jesús una llamada fuerte a la conversión. Los mismos apóstoles predicarán en la misma dirección: «Convertíos y sed bautizados en el nombre de Jesús».
Al hilo de estos datos, podríamos hacer algunas reflexiones pensando en nuestra propia situación.
Cada año celebramos el Adviento: ¿es la conversión el mensaje claro que queda para todos? ¿Cuántos frutos de conversión produce este tiempo de preparación a la Navidad?
Por otro lado, la unidad entre bautismo y conversión aparece clara en Juan Bautista y en la Iglesia primitiva: ¿hasta qué punto va unida, hoy también, la conversión a nuestra práctica bautismal? ¿Quién se convierte cada vez que realizamos un bautizo? ¿Hasta cuándo se demora esa conversión que va ligada al paso por el agua y la recepción del Espíritu?
Alguien podría pensar que el bautismo de niños deja para el momento de la confirmación la conversión personal del creyente: ¿es este el significado de la confirmación en nuestros adolescentes, jóvenes y adultos?
Además del Adviento y el Bautismo, la conversión es el gran mensaje que los profetas y los evangelizadores dan a sus oyentes: ¿cuántas llamadas a la conversión se oyen en nuestras parroquias y en nuestras catequesis? ¿Puede tener frutos nuestra pastoral si no conseguimos despertar la conversión en aquellos que nos escuchan?
Para conseguir hacer llegar su mensaje, Juan se retiró al desierto y llevó un tipo de vida austero, en sus comidas y en su forma de vestir. Jesús, en cambio, marchó a Galilea y frecuentaba las casas de todo tipo de personas para instaurar su Reino: la llamada a la conversión de los oyentes, ¿requiere en los profetas algún tipo de actitud, unas formas concretas de vivir y vestir?
¿Cuál es, en el fondo, el misterio de la conversión? ¿Por qué hay personas que cambian de vida y lo centran todo en Jesucristo? En nuestra sociedad hay mucha gente descontenta con su vida y con lo que nos ofrecen los que nos gobiernan: ¿no sería tiempo propicio de conversión?
Parece que no es suficiente con la queja, no basta con estar descontentos con lo que tenemos: necesitamos ver horizontes nuevos, necesitamos descubrir un tesoro lo suficientemente valioso para que nos motive profundamente y haga posible nuestro esfuerzo sostenido. La predicación de la conversión va unida a la presentación de la figura de Jesús de Nazaret: solo el encuentro personal con él hace posible una verdadera conversión. No se trata de cambiar de ideología o de estilo en las prácticas religiosas: se trata de aceptar como enviado de Dios y salvador definitivo a este hombre de Nazaret.
Que la gente distinga en la vida y la palabra de sus profetas el timbre de voz del Maestro es, tal vez, la clave de la conversión de nuestros contemporáneos. Como en caso del Bautista, nuestra predicación es una preparación: señalamos al que viene para que todo aquel que nos oye pueda salir a su encuentro.
Manuel Pérez Tendero