
Dale limosna, mujer
que no hay en la vida nada
como la pena de ser
ciego en Granada.
Estos versos se pueden leer en la Alhambra de Granada y han pasado a ser patrimonio de la ciudad. Los escribió Francisco de Icaza, poeta mejicano, inspirado por un ciego que le salió al encuentro cuando paseaba con su mujer por la Alhambra.
Siempre es una limitación y una pena tener que convivir con la ceguera, pero parece que lo es más cuando nos impide contemplar la belleza que nos rodea.
Hace muchos años, otro ciego paseaba por otra ciudad, Jerusalén; también él pedía limosna. Los discípulos de Jesús también experimentaron la pena al contemplar a aquel hombre y se preguntaban cuál sería la causa de aquella tragedia.
No sé qué ciudad es más bella, si Granada o Jerusalén, no sé dónde dará más pena ser ciego, en la ciudad de la Alhambra o en la capital secular del pueblo de la Biblia. Jesús no le dio limosna a aquel ciego, tampoco se quedó en la pena y la pregunta de los discípulos; él supo ver más allá, hacia el futuro: la ceguera de aquel hombre fue lugar propicio para que se manifestara la gloria de Dios. Por eso, en vez de limosna, Jesús sanó al ciego para que pudiera ver Jerusalén y su templo.
Después de numerosos interrogatorios, después de un precioso proceso tras su curación, el ciego se vuelve a encontrar con Jesús y se abre a la fe. Al final de todo el episodio, el evangelista san Juan nos revela la clave de la curación de aquel ciego de nacimiento: fue curado para poder ver a Jesús, para poder creer en él.
La pena que aquel ciego soportaba no era la imposibilidad de ver una ciudad tan bella como Granada o un lugar tan emblemático como el templo de Jerusalén: sin saberlo, el ciego soportaba la pena de no poder ver al Mesías de Dios. Por eso, Jesús lo curó para abrirle los horizontes de la fe. Jesús es el objeto de la fe y el sujeto que la hace posible; él es el médico de nuestros ojos y la belleza para cuya contemplación fueron creados.
A diferencia del ciego de Granada, muchos compartimos la ceguera del ciego de Jerusalén. Aunque podamos ver con los ojos de la cara, aunque seamos capaces de contemplar la belleza de muchas ciudades, es posible que estemos incapacitados para contemplar a Jesús, para saber ver a Dios actuando en nuestras vidas.
La fe es la mayor limosna que nos pueden dar, Jesús es la mayor belleza que nos es dado contemplar en nuestra vida. Por eso, los que han descubierto profundamente la fe, pueden hacer suyas las palabras del poeta mejicano que hablaba con su mujer por las calles de Granada; como Francisco de Icaza, el creyente que ha sido cautivado por la belleza del Mesías y su Reino, comprende la pena de los no creyentes y desea darles la limosna de su propio testimonio, la limosna de la sanación que solo Jesús mismo puede dar.
El poeta mejicano simboliza a los profetas de ayer y de hoy que, habiendo contemplado la belleza del Mesías, invitan a la Iglesia-Esposa a que se compadezca de los ciegos de Dios para regalarles los nuevos horizontes de la fe.
Creer no es cosa de ciegos, como el amor: la fe y el amor son una capacidad para ver más allá, son un desvelamiento, una sanación de los ojos del corazón para poder ver al amado que se sitúa frente a nosotros.
En el relato evangélico del ciego hay muchos otros personajes que ven, pero no son capaces de reconocer a Jesús ni de aceptar sus signos. Al final del episodio, estos aparecen como los verdaderos ciegos, cerrados a toda intervención de Dios, seguros en sí mismos, incapaces de reconocer su propia ceguera y su propio pecado, cerrando, así, la posibilidad de ser sanados por Jesús.
En Granada, en Jerusalén, en Méjico, en cada rincón de este mundo existen bellezas que podemos contemplar: en ellas resplandece, a tientas, la belleza de Dios y su Mesías.
Manurl
Que pueda verte Jesús, sana mi ceguera
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